Para
Esperanza Valero, con afecto y gratitud.
Para
Elena, con la esperanza de que algún día vea cumplido su sueño.
El
amor o la muerte: una novela de Delibes.
A la naturaleza humana se puede uno
acercar desde muchos sitios: desde la filosofía, desde el psicoanálisis y, cómo
no, desde el arte. En la literatura española hay grandes escritores, con una
mirada tan aguda sobre las grandezas y miserias humanas, sobre las motivaciones
más ocultas de la conducta, que ya quisieran tenerla muchos “psicologuillos”,
“pedagoguillos” y demás intelectualoides al uso. Basta pensar, por ejemplo, en
Cervantes, Unamuno, Galdós, Baroja o Delibes. Puede uno elegir al azar
cualquiera de sus obras, empezar a leerla y estar absolutamente seguro de que
no va a perder el tiempo; es más, probablemente lamentará no haberlo hecho
antes.
De los autores que acabo de mencionar,
uno de los más accesibles, pero no por ello menos profundo en su pensamiento,
es Miguel Delibes. Sobre una de sus novelas me propongo decir unas palabras. Se
trata de Mi idolatrado hijo Sisí (1.953) [1]
Uno de los aspectos del comportamiento
humano que Delibes refleja magistralmente en esa obra es lo que Sigmund Freud
llamó “narcisismo”. El padre del psicoanálisis distinguió el “narcisismo
primario” del “narcisismo secundario”. El primero se refiere a una etapa de la
infancia por la que pasa todo individuo. El niño, en torno al tercer año de
vida, trata de ser el centro de todas las miradas, el “príncipe en su trono”
(en realidad trata de volver a la vivencia del feto, quien veía plenamente
satisfecha su fantasía de omnipotencia). El “narcisismo secundario” se produce
en etapas posteriores; a lo largo de la vida, tanto en situaciones patológicas
como en situaciones normales, se dan repliegues narcisísticos, es decir, un
retorno a esa omnipotencia infantil. Para el sujeto más narcisista, el
megalomaníaco , que padece un delirio de grandeza, él es el centro del mundo,
él tiene todos los poderes del mundo y, al no existir, para él, otros
individuos que se le opongan, su yo controla el mundo entero.
En la primera parte de la novela de
Delibes, aparece como un personaje principal, Cecilio Rubes, un hombre de 35
años (o más), dueño de un próspero establecimiento de “materiales higiénicos”
(sanitarios) en una ciudad de provincias, casado con Adela, y que en las
Navidades de 1.917 decide tener un hijo, con la esperanza de evitar que a él le
suceda lo mismo que a su abuelo materno, quien terminó suicidándose debido al
“cansancio, hastío y aburrimiento” que había en su vida (p. 29). Este personaje
bien podría haberse llamado “Narciso” en lugar de Cecilio:
“[...] pese a este aparente espíritu
contradictorio, Cecilio Rubes guardaba en el último repliegue de su conciencia un
alto concepto de sí mismo. Ocasionalmente podía despreciarse, pero
Cecilio Rubes, por encima de las depresiones transitorias, se considera un
hombre físicamente atractivo, inteligente, de lúcidas y trascendentales
determinaciones”.
Dos de las características fundamentales de la
personalidad narcisista son la escasa (o nula) capacidad de amar y la excesiva
idealización y dependencia de la madre:
“Él no amó
nunca a Adela, y tal vez no pudiera nunca amar a ninguna mujer, porque Cecilio
Rubes se consideraba superior a todas” (p. 26) [2]
Como
es evidente, todo niño necesita nutrirse del amor de la madre y, si realmente
existe ese amor de su madre, el niño lo internalizará. Si la madre no da amor
al niño, éste internalizará que no merece ser amado, salvando así a la madre y
constituyendo, paradójicamente, un ideal del yo[3] más
elevado (necesita más idealización para salvarla que si realmente le hubiera
querido).
“[...]
Cecilio Rubes no acertaba a deslindar sus sentimientos hacia su madre. Debajo
de todo, y aunque él no lo advirtiese, latía un fondo de temor. Su madre poseía
una recia, enteriza personalidad; tal vez demasiado firme. [...] Desde pequeño,
Cecilio Rubes acostumbraba a someter todos sus problemas a su madre. Era como
si a él se le vedara, previamente, toda capacidad de decisión (p. 70). “
Cuando
Adela se queda embarazada, su suegra no consiente que sea ella quien elija el
nombre de su nieto, pero no es esto, ni su “temperamento dominante y
despiadado”, lo que más detestaba de esa señora, sino el hecho de que, Cecilio,
su marido, estuviera totalmente sometido a su madre y de que “la considerase la
única razón de su vida” (p. 70). Adela, más que convivir con Cecilio, podría
decirse que “cohabitaba” con él en una casa que encuentra demasiado grande y
silenciosa:
“Comenzó
a darse cuenta de que el refinamiento y la abundancia no bastan para llenar una
vida y que la felicidad, e incluso el bienestar, están por dentro de
una y no por fuera, como ella neciamente había supuesto”.
La
segunda parte de la novela se centra en la infancia de Cecilio Rubes hijo, es
decir, de Sisí, y aquí Delibes nos va describiendo los pasos que Cecilio Rubes
padre va dando hasta conseguir que su hijo sea un niño malcriado y
tremendamente infeliz. Uno de esos pasos consistía en satisfacer
todos sus deseos, todos sus caprichos, incluso antes de que éstos se
manifestaran (antes de que abriera la boca, ya se la estaba llenando); otro
paso era el de privar a la madre de toda autoridad sobre el hijo y, además, no
llevarle a la escuela para ahorrarle “sufrimientos”.
En
Introducción al narcisismo (1.914), Freud parece estar haciendo un
retrato de Cecilio Rubes como padre, ya que según él, los hombres y mujeres, en
tanto que padres, reviven y reproducen su propio narcisismo en el amor a los
hijos. Se da una hiperestimación en esa relación, por la que se adjudica a los
hijos todas las perfecciones y se niegan o minimizan todos los defectos; se
tiende a suspender para el niño todas las conquistas culturales (como
esforzarse para aprender), a hacerles la vida más fácil (sobreprotegiéndoles,
incluso); los hijos realizarán los deseos no cumplidos de los padres, incluso
el mayor de ellos, “la inmortalidad del
yo” (O.C.II, p. 2027)[4]
Respecto
a estas cuestiones, podemos leer en la novela:
“Cecilio
Rubes se consideraba padre de la criatura más perfecta y armoniosa asomada al
mundo desde el principio de la vida y el tiempo (p.117).”
“Sisí
Rubes tenía del mundo, a los siete años, una visión peculiar. El mundo se
componía de dos partes; una: Sisí Rubes; la otra: el resto, con la
particularidad de que ésta última se debía a la primera y giraba en
torno a ella de un modo complaciente y continuado” (p. 150).
“No creo
que sea imprescindible ir al colegio a los seis años. Bueno. La verdad es que
yo he tenido un hijo para que sea feliz.
No sé si te dije alguna vez, querida, que, a mi entender, la educación debe
reservarse para los pobres (p. 152-153).”
Cuando
ya, por fin, va a la escuela, Sisí descubre el mundo o, más bien, “la calle” de
la mano de su compañero de clase, Ventura Amo, de quien se hace inseparable. En
estos momentos su principal objetivo es parecer más mayor de lo que es y, a sus
once años, empieza a afeitarse, a fumar, a beber, a quedar con su amigo y dos
chicas “que se dejaban besar”. Un día en que su madre intenta, muy tarde ya,
ponerle límites, un día en que su madre no le deja acudir a una de esas citas,
ocurre lo inevitable: Sisí le golpea ferozmente. Hoy día, ante una situación
como esta, los padres acuden a un psicólogo o a un psiquiatra para que un profesional
le administre un “tratamiento” farmacológico o psicoterapéutico al niño, que,
por supuesto, es el que está “trastornado”. Adela, al menos, no se engañaba a
sí misma:
“Adela temblaba. (...)Notó
los golpes de Sisí en pleno rostro y pensó que algo grande y fundamental se
hundía de pronto en el mundo. (...)Pensó, mientras el llanto la desbordaba:
“Cecilio y yo lo hemos querido así”” (p.250-251)
Habría
muchas más cosas que comentar sobre el resto de esta gran novela pero, para ir
terminando, nos podemos preguntar en qué situación se hallaba Sisí a partir de
los diecisiete años: se sentía tremendamente vacío, triste y abatido, e
intentaba ocultárselo a sí mismo mediante juergas y borracheras:
“En ocasiones, Sisí Rubes se
miraba hacia dentro y se encontraba espantosamente vacío. Entonces se iba a
Madrid para aturdirse (...)” (p. 258)
“(...) hacía dos meses que
Sisí constataba en su alma un vacío.(...) Experimentaba la sensación de ser
un algo frustrado e incompleto” (p. 311)
Llega
un momento en que parece que Sisí, en mitad de una guerra, va a lograr salir de
ese pozo oscuro, terrible, que es la melancolía y la ausencia de sentido;
conoce el amor, atisba la trascendencia mediante “el contacto directo con la
Naturaleza” (p. 342), pero...su padre no fue capaz de impedir lo que habría de
sucederle.
Pilar C. Güemes
[1] Hay
un ejemplar de esta obra disponible en la Biblioteca del centro, así como de
otras novelas del mismo autor. En mi opinión son de lectura imprescindible, al
menos, las siguientes: “La sombra del ciprés es alargada” (1948), “Aún es de
día” (1949) y “El camino” 1950), aunque, insisto, ninguna tiene desperdicio.
[2] Adela
pertenecía a “una clase social inferior” (sic) y Cecilio, al casarse con ella,
pensaba que ésta tendría que amarle por fuerza.
[3] El
término ideal del yo (Ichideal) lo utiliza Freud para referirse a
una parte de la personalidad que resulta de la convergencia del narcisismo
(idealización del yo) y de las identificaciones con los padres, con sus
substitutos y con los ideales colectivos. En otras palabras, el ideal del yo
tiene que ver con aquello a lo que aspira una persona (consciente e
inconscientemente), es un modelo al que intenta adecuarse.
[4] En varios aspectos, esta
obra y este personaje me recuerdan la novela
Amor y pedagogía de Unamuno.
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